La
primera vez que pisé las calles de Pekín me di cuenta de algo que no me había
pasado nunca. No identificaba los olores. No se trataba de saber si olía bien o
mal, cosa que tampoco supe decidir, la cuestión radicaba en que por más que
intentaba identificar olores resulta que no los había olido nunca. Fue un
momento extraordinario porque para nosotros los occidentales, tan acostumbrados
a tener cualquier cosa desconocida a nuestra mano con un solo clic, en ese
preciso instante yo tenía la suerte de estar experimentando algo que nunca
había entrado en contacto conmigo. También hace mucho a través de qué sentido
estaba pasando aquello, el olfato, el gran olvidado y despreciado de los
sentidos junto con el tacto. Y esto es mucho decir para una persona que cuando
ve algo que no conoce, lo primero que hace es olerlo, aunque sea de metal lo
que parece bastante inútil.
Si no has visto nunca un baile polinesio, recurres
a YouTube, si nunca has escuchado el
idioma Quechua te puedes valer del SoundCloud, o si no has visto las montañas del Himalaya también
puedes ver una fotografía aunque la impresión de verlo en directo sea distinta.
¿Pero qué haces para oler algo que nunca has olido y no está cerca de ti para
llevarlo a tu nariz? No hay aplicación que lo envase y te lo ofrezca.
Alguien
podría meter aire oloroso en un bote y enviarlo a nuestra casa y si, allí
destaparlo y oler pero creo que solo lo podríamos hacer con cosas concretas. ¿A
qué olían las calles de Pekín en aquel preciso instante? Seguro que se mezclaba
olor de comida, de polución, del rastro de animales y sobre todo de personas.
En aquel preciso instante en el que yo paseaba por Wangfujing confluyeron muchas cosas que cada
día estaban allí, pero también otras que se aportaron en aquel momento entre
las que me encontraba yo y mi propio olor. EL olor no es más que átomos en
suspensión que viajan de un lado a otro, que respiramos unos y otros y volvemos
a expulsar por lo que de alguna manera a través del olor estamos en contacto
con la historia de la propia humanidad.
El ojo triunfador.
Cuando
llegó la ilustración, comenzó una cruzada contra el olor. Sería el ojo el órgano
principal para conocer el mundo y muchas son las metáforas que nos lo recuerdan “arrojar luz sobre la oscuridad” o “la
luz de la razón”. Hasta ese momento los médicos olían a los pacientes, a sus secreciones
para identificar compuestos que los llevaban a deducir el tipo de enfermedad o
dolencia que sufrían. La superviviencia humana tuvo mucho que ver con
identificar el olor del depredador pero
hemos evolucionado y depender del olfato para sobrevivir parecería que tengamos
todavía un grado alto de animalismo.
Hoy no nos imaginamos a la gente que para
conocerse se olfatea, al menos no en nuestra cultura occidental. Si que para
diferenciarnos del otro, para denigrar al otro usamos identificativos
odoríferos. Durante los años de la inquisición en España, curiosamente en la
zona de Jaén, se decía que los judíos tenían un olor característico porque
freían su comida en aceite de oliva cuando los cristianos lo hacían en manteca
de cerdo.
Lo
malo, la enfermedad, venía de los malos olores. Esto ocurría hasta el siglo
XIX, así que los buenos olores provocaban lo contrario. La corte de Luis XVI se
llenó de perfumes que no solo servían para enmascarar el olor de los presentes,
también para evitar enfermedades. Y es curioso porque algunos olores muy
apreciados como el almizcle o el ámbar no provienen de cosas precisamente
catalogadas como buenas. El almizcle proviene de una glándula del ano del
ciervo almizclero y el ámbar gris del vómito del cachalote.
En
nuestra sociedad se produjo una caída en picado del sentido del olfato a través
de dos líneas: El discurso médico-higienista y la domesticación del agua como
instrumento de limpieza y desodorización. Alain Corbin (1987) fue el primero en
interesarse en la percepción olfativa a través de la historia en su libro sobre
el perfume o el miasma en los siglos XVIII y XIX. A través del libro conocemos
las relaciones entre el control del Estado y la dominación olfativa del espacio
público, la economía agrícola de las heces y la regulación de la limpieza de
las letrinas, nos expone las paradojas y contradicciones de los procesos
sociales sujetos al cambio. La vista es el sentido de la civilización y el
olfato de la animalidad.
Esta descalificación comenzó según Corbin en el siglo
XVIII con el refinamiento de las clases burguesas y contribuyó mucho la
medicina, donde la desodorización estaba relacionada directamente con la
desinfección. Cuando se rompió gracias a Pasteur la relación entre el mal olor
y la infección, el importante papel de la medicina en cuanto a la
desodorización paso a los moralistas.
Pero
también tenemos que decir que esta desodorización no es solo cultural en cuanto
a normas, también los estilos de vida han contribuido notablemente sobre todo
en las últimas etapas de nuestra historia humana. Hemos atrofiado nuestro
olfato según Jacques Puisais por cuatro causas: Privaciones de la guerra y la
posguerra, aumento del uso del azúcar en la alimentación, consumo de alcohol y
tabaquismo. Sociólogos e historiadores prefieren acusarlo a una mayor
sensibilidad hacia el ambiente olfativo de manera que permite clasificar a las
sociedades como odoríferas y odofóbicas. Mientras que las primeras usan el olfato para
identificación y reconocimiento social, las segundas prefieren domesticar,
dominar y eliminar los olores.
Decía
Margaret Mead (1937) que los individuos son más o menos sensibles a los olores
dependiendo de de los países y de las culturas. Un equipo de neurobiólogos del
Intituto Weizmann de Rehovot, Israel y de la Universidad de Berkeley en California,
indican que es innato que percibamos los olores como agradables o desagradables
aunque con algunos condicionantes culturales. Esto es debido a que los olores reflejan las
características de las moléculas.
Por otro lado existe otro
experimento que realizaron en el Centro de Investigación de Neurociencia de
Lyon y el Instituto Neurológico de Montreal, en Francia y Canadá
respectivamente. Franceses y canadienses tenían diferencias significativas con
respecto a la clasificación de los olores que les mostraron. Por ejemplo ante
la gaulteria, los canadienses tenían calificaciones más positivas y esto era
porque la gaulteria en Francia se usa para medicamentos y en Canadá en
caramelos. Este estudio refuerza la idea de que nuestro cerebro no reacciona
con respecto a los olores solo por los compuestos químicos que componen su
olor, sino que también está influenciado con nuestra experiencia con respecto a
ese olor.
Perfumes y otros olores
Los
perfumes en nuestra cultura europea o norteamericana, sirven más para ocultar
nuestro olor corporal y que nuestra persona sea asociada a un status social
determinado. En el antiguo Egipto, los perfumes estaban relacionados con la
inmortalidad. Se han encontrado vasijas de vidrio que después de miles de años,
aún almacenan el olor de los
perfumes que guardaron.
La cultura árabe no desprecia el olor del aliento
de un amigo. Pedir oler a la novia ante un casamiento para informarse de si es
una candidata adecuada, no está relacionado con el olor corporal como lo
interpretaríamos nosotros, se busca saber si hay un olor residual de enojo o
descontento.
En Bali los amantes se saludan respirando
profundamente al otro y los Kanum-irebe de Nueva Guinea ante una despedida de
un amigo, se tocan las axilas para quedarse con el olor del otro e impregnarlo
en uno mismo.
En
Japón es frecuente oler a comida, puesto que suelen comer en cualquier parte y
la llevan consigo. Esta comida es bastante especiada y es normal que todo a
nuestro alrededor huela de forma muy intensa.
Cuando
los occidentales llegamos a América, lo primero que experimentaron era el uso
que se hacía del agua en cuanto a higiene. Se lavaban varias veces al día así
que el choque cultural que hubo, cuando los europeas venían con fuertes olores
por la falta de higiene, por las heces de los caballos o la pólvora, fue
extraordinario en cuanto a olores. Hombres y mujeres tenían gran preocupación
por ser placenteros al olfato, algo que no entendían españoles, portugueses,
franceses e ingleses que llegaron con costumbres bastante diferentes.
Olor y Poder
Decíamos
que el olfato es un sentido muy denostado. Ni siquiera tiene un vocabulario
especializado para referirnos a él. Huele bien o mal, es más, si tenemos que
dar algo más de información recurrimos a otros sentidos, huele agrio, suave o
áspero. En muchas ocasiones simplemente llevan el propio nombre del objeto a
oler: huele a café pero ¿A qué huele un geranio? Pues a geranio. No nos hemos
molestado ni en darle un sistema de clasificación científico. Hay cuatro gustos
básicos, la vista está determinada por la luz que exhibe propiedades de
partícula o variación de onda, el tacto se vale de temperatura, presión, dolor.
Pero en cuanto al olor no hay mucho acuerdo. Linneo propuso que hay siete tipos
de olor- caprino, fragante, ambrosaico, aliáceo, impuro, aromático y
nauseabundo. Sin embargo no es muy específico, una flor puede ser aromática o
fragante. Pero lo que sí hemos hecho es valernos de él para construir la moral
grupal.
Decía
Orwell que el verdadero secreto tras las distinciones de clase está en el
olfato. Las distinciones de clase en Occidente se resumen en cuatro palabras “las
clases populares huelen”. Hay muchas creencias sobre la clase trabajadora pero
la que no se puede sobrellevar es la repulsión física. Pueden ser ignorantes, rústicos, borrachos pero el daño
real es la convicción de que es sucia.
Thomas
Jefferson dijo como muchos blancos hacían que los negros tenían un olor muy
fuerte y desagradable. Benjamin Rush atribuía el olor a la lepra y John Dollard
indicó que los blancos tenían esa detección del desagradable olor como una “medida
defensiva”. El olor justificaba la segregación
institucional y la opresión racial norteamericana o la discriminación en
otros países. Y esto no solo ocurre con el color de
la piel, Adolf Hitler decía que el olor a judío denotaba su moho moral. También
sirve para etiquetar y separar a hombres y mujeres. Hasta no hace mucho y en
muchos lugares sigue siendo así, el hombre tiene que oler fuerte, a bebida, a
sudor y la mujer a perfume indicando la fuerza de uno y otro sexo.
Pero estas clasificaciones no solo son desde los occidentales hacia
el resto, esta estrategia la usan otras poblaciones. Para los orientales, decía
Orwell, que los europeos olían mal. Los japoneses describen a los europeos como
bata-kusai ( apestan a mantequilla) y los birmanos dicen que huelen a cadáver.
Cuando olemos construimos moralmente la realidad. Si
llevamos impregnado el olor a comida, a cotidianida en nuestra sociedad, informa
de que realizamos trabajos alejados de un status social alto. El olor de
ciertas comidas se relaciona con el pueblo llano y sencillo, por lo que tener
ese olor en nosotros nos separa del resto en una categoría distinta
socialmente. Tenemos que oler o no oler a algo para enclavarnos en una
categoría social y cultural. Usar aromas nos viene de muy antiguo, Egipto y
Babilonia. Usamos fragancias en ceremonias religiosas, ritos culturales,
sociales y políticos, para sanarnos, para alimentarnos incluso se han usado en
el mortero para la construcción de ciertas mezquitas.
El olor siempre está
presente y lo utilizamos de muchas maneras, pero siempre hay algo que chirría.
En palabras de Nietzsche
“Lo que más profundamente separa a dos personas son un
sentido y un grado diferentes de pulcritud. Lo que sirve para la decencia y la
utilidad mutua y la buena voluntad del uno hacia el otro, al final de cuentas,
el hecho está ahí: “Ninguno soporta el olor del otro” (1966:221)”
Sonia Hidalgo Moreno
Bibliografía
Corbin A. 1982 Le miasme et la jonquille.L’odorat et l´’imaginaire social.
XVIII-XIX siècles. París,Editions Aubier Montaigne.
La cultura de los olores. Una aproximación antropológica de
los sentidos. Cristina Larrea Killinger. Ediciones ABYA-YALA 1997
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