sábado, 21 de diciembre de 2019

El olfato y su descenso a los infiernos.



La primera vez que pisé las calles de Pekín me di cuenta de algo que no me había pasado nunca. No identificaba los olores. No se trataba de saber si olía bien o mal, cosa que tampoco supe decidir, la cuestión radicaba en que por más que intentaba identificar olores resulta que no los había olido nunca. Fue un momento extraordinario porque para nosotros los occidentales, tan acostumbrados a tener cualquier cosa desconocida a nuestra mano con un solo clic, en ese preciso instante yo tenía la suerte de estar experimentando algo que nunca había entrado en contacto conmigo. También hace mucho a través de qué sentido estaba pasando aquello, el olfato, el gran olvidado y despreciado de los sentidos junto con el tacto. Y esto es mucho decir para una persona que cuando ve algo que no conoce, lo primero que hace es olerlo, aunque sea de metal lo que parece bastante inútil.





 Si no has visto nunca un baile polinesio, recurres a YouTube,  si nunca has escuchado el idioma Quechua te puedes valer del SoundCloud, o si no  has visto las montañas del Himalaya también puedes ver una fotografía aunque la impresión de verlo en directo sea distinta. ¿Pero qué haces para oler algo que nunca has olido y no está cerca de ti para llevarlo a tu nariz? No hay aplicación que lo envase y te lo ofrezca.

Alguien podría meter aire oloroso en un bote y enviarlo a nuestra casa y si, allí destaparlo y oler pero creo que solo lo podríamos hacer con cosas concretas. ¿A qué olían las calles de Pekín en aquel preciso instante? Seguro que se mezclaba olor de comida, de polución, del rastro de animales y sobre todo de personas. En aquel preciso instante en el que yo paseaba por  Wangfujing confluyeron muchas cosas que cada día estaban allí, pero también otras que se aportaron en aquel momento entre las que me encontraba yo y mi propio olor. EL olor no es más que átomos en suspensión que viajan de un lado a otro, que respiramos unos y otros y volvemos a expulsar por lo que de alguna manera a través del olor estamos en contacto con la historia de la propia humanidad.

El ojo triunfador.

Cuando llegó la ilustración, comenzó una cruzada contra el olor. Sería el ojo el órgano principal para conocer el mundo y muchas son las metáforas que nos lo recuerdan “arrojar luz sobre la oscuridad” o “la luz de la razón”. Hasta ese momento los médicos olían a los pacientes, a sus secreciones para identificar compuestos que los llevaban a deducir el tipo de enfermedad o dolencia que sufrían. La superviviencia humana tuvo mucho que ver con identificar el olor del depredador  pero hemos evolucionado y depender del olfato para sobrevivir parecería que tengamos todavía un grado alto de animalismo. 

Hoy no nos imaginamos a la gente que para conocerse se olfatea, al menos no en nuestra cultura occidental. Si que para diferenciarnos del otro, para denigrar al otro usamos identificativos odoríferos. Durante los años de la inquisición en España, curiosamente en la zona de Jaén, se decía que los judíos tenían un olor característico porque freían su comida en aceite de oliva cuando los cristianos lo hacían en manteca de cerdo.




Lo malo, la enfermedad, venía de los malos olores. Esto ocurría hasta el siglo XIX, así que los buenos olores provocaban lo contrario. La corte de Luis XVI se llenó de perfumes que no solo servían para enmascarar el olor de los presentes, también para evitar enfermedades. Y es curioso porque algunos olores muy apreciados como el almizcle o el ámbar no provienen de cosas precisamente catalogadas como buenas. El almizcle proviene de una glándula del ano del ciervo almizclero y el ámbar gris del vómito del cachalote.

En nuestra sociedad se produjo una caída en picado del sentido del olfato a través de dos líneas: El discurso médico-higienista y la domesticación del agua como instrumento de limpieza y desodorización. Alain Corbin (1987) fue el primero en interesarse en la percepción olfativa a través de la historia en su libro sobre el perfume o el miasma en los siglos XVIII y XIX. A través del libro conocemos las relaciones entre el control del Estado y la dominación olfativa del espacio público, la economía agrícola de las heces y la regulación de la limpieza de las letrinas, nos expone las paradojas y contradicciones de los procesos sociales sujetos al cambio. La vista es el sentido de la civilización y el olfato de la animalidad. 

Esta descalificación comenzó según Corbin en el siglo XVIII con el refinamiento de las clases burguesas y contribuyó mucho la medicina, donde la desodorización estaba relacionada directamente con la desinfección. Cuando se rompió gracias a Pasteur la relación entre el mal olor y la infección, el importante papel de la medicina en cuanto a la desodorización paso a los moralistas.

Pero también tenemos que decir que esta desodorización no es solo cultural en cuanto a normas, también los estilos de vida han contribuido notablemente sobre todo en las últimas etapas de nuestra historia humana. Hemos atrofiado nuestro olfato según Jacques Puisais por cuatro causas: Privaciones de la guerra y la posguerra, aumento del uso del azúcar en la alimentación, consumo de alcohol y tabaquismo. Sociólogos e historiadores prefieren acusarlo a una mayor sensibilidad hacia el ambiente olfativo de manera que permite clasificar a las sociedades como odoríferas y odofóbicas. Mientras que  las primeras usan el olfato para identificación y reconocimiento social, las segundas prefieren domesticar, dominar y eliminar los olores.




Decía Margaret Mead (1937) que los individuos son más o menos sensibles a los olores dependiendo de de los países y de las culturas. Un equipo de neurobiólogos del Intituto Weizmann de Rehovot, Israel y de la Universidad de Berkeley en California, indican que es innato que percibamos los olores como agradables o desagradables aunque con algunos condicionantes culturales. Esto es debido a que  los olores reflejan las características de las moléculas. 

Por otro lado existe otro experimento que realizaron en el Centro de Investigación de Neurociencia de Lyon y el Instituto Neurológico de Montreal, en Francia y Canadá respectivamente. Franceses y canadienses tenían diferencias significativas con respecto a la clasificación de los olores que les mostraron. Por ejemplo ante la gaulteria, los canadienses tenían calificaciones más positivas y esto era porque la gaulteria en Francia se usa para medicamentos y en Canadá en caramelos. Este estudio refuerza la idea de que nuestro cerebro no reacciona con respecto a los olores solo por los compuestos químicos que componen su olor, sino que también está influenciado con nuestra experiencia con respecto a ese olor.


Perfumes y otros olores

Los perfumes en nuestra cultura europea o norteamericana, sirven más para ocultar nuestro olor corporal y que nuestra persona sea asociada a un status social determinado. En el antiguo Egipto, los perfumes estaban relacionados con la inmortalidad. Se han encontrado vasijas de vidrio que después de miles de años, aún almacenan el olor de los perfumes que guardaron.

La cultura árabe no desprecia el olor del aliento de un amigo. Pedir oler a la novia ante un casamiento para informarse de si es una candidata adecuada, no está relacionado con el olor corporal como lo interpretaríamos nosotros, se busca saber si hay un olor residual de enojo o descontento.

En Bali los amantes se saludan respirando profundamente al otro y los Kanum-irebe de Nueva Guinea ante una despedida de un amigo, se tocan las axilas para quedarse con el olor del otro e impregnarlo en uno mismo.

En Japón es frecuente oler a comida, puesto que suelen comer en cualquier parte y la llevan consigo. Esta comida es bastante especiada y es normal que todo a nuestro alrededor huela de forma muy intensa.

Cuando los occidentales llegamos a América, lo primero que experimentaron era el uso que se hacía del agua en cuanto a higiene. Se lavaban varias veces al día así que el choque cultural que hubo, cuando los europeas venían con fuertes olores por la falta de higiene, por las heces de los caballos o la pólvora, fue extraordinario en cuanto a olores. Hombres y mujeres tenían gran preocupación por ser placenteros al olfato, algo que no entendían españoles, portugueses, franceses e ingleses que llegaron con costumbres bastante diferentes.





Olor y Poder

Decíamos que el olfato es un sentido muy denostado. Ni siquiera tiene un vocabulario especializado para referirnos a él. Huele bien o mal, es más, si tenemos que dar algo más de información recurrimos a otros sentidos, huele agrio, suave o áspero. En muchas ocasiones simplemente llevan el propio nombre del objeto a oler: huele a café pero ¿A qué huele un geranio? Pues a geranio. No nos hemos molestado ni en darle un sistema de clasificación científico. Hay cuatro gustos básicos, la vista está determinada por la luz que exhibe propiedades de partícula o variación de onda, el tacto se vale de temperatura, presión, dolor. Pero en cuanto al olor no hay mucho acuerdo. Linneo propuso que hay siete tipos de olor- caprino, fragante, ambrosaico, aliáceo, impuro, aromático y nauseabundo. Sin embargo no es muy específico, una flor puede ser aromática o fragante. Pero lo que sí hemos hecho es valernos de él para construir la moral grupal.


Decía Orwell que el verdadero secreto tras las distinciones de clase está en el olfato. Las distinciones de clase en  Occidente se resumen en cuatro palabras “las clases populares huelen”. Hay muchas creencias sobre la clase trabajadora pero la que no se puede sobrellevar es la repulsión física. Pueden ser  ignorantes, rústicos, borrachos pero el daño real es la convicción de que es sucia.

Thomas Jefferson dijo como muchos blancos hacían que los negros tenían un olor muy fuerte y desagradable. Benjamin Rush atribuía el olor a la lepra y John Dollard indicó que los blancos tenían esa detección del desagradable olor como una “medida defensiva”. El olor justificaba la segregación  institucional y la opresión racial norteamericana o la discriminación en otros países. Y esto no solo ocurre con el color de la piel, Adolf Hitler decía que el olor a judío denotaba su moho moral. También sirve para etiquetar y separar a hombres y mujeres. Hasta no hace mucho y en muchos lugares sigue siendo así, el hombre tiene que oler fuerte, a bebida, a sudor y la mujer a perfume indicando la fuerza de uno y otro sexo.

Pero estas clasificaciones no solo son desde los occidentales hacia el resto, esta estrategia la usan otras poblaciones. Para los orientales, decía Orwell, que los europeos olían mal. Los japoneses describen a los europeos como bata-kusai ( apestan a mantequilla) y los birmanos dicen que huelen a cadáver.

Cuando olemos construimos moralmente la realidad. Si llevamos impregnado el olor a comida, a cotidianida en nuestra sociedad, informa de que realizamos trabajos alejados de un status social alto. El olor de ciertas comidas se relaciona con el pueblo llano y sencillo, por lo que tener ese olor en nosotros nos separa del resto en una categoría distinta socialmente. Tenemos que oler o no oler a algo para enclavarnos en una categoría social y cultural. Usar aromas nos viene de muy antiguo, Egipto y Babilonia. Usamos fragancias en ceremonias religiosas, ritos culturales, sociales y políticos, para sanarnos, para alimentarnos incluso se han usado en el mortero para la construcción de ciertas mezquitas. 

El olor siempre está presente y lo utilizamos de muchas maneras, pero siempre hay algo que chirría. En palabras de Nietzsche

“Lo que más profundamente separa a dos personas son un sentido y un grado diferentes de pulcritud. Lo que sirve para la decencia y la utilidad mutua y la buena voluntad del uno hacia el otro, al final de cuentas, el hecho está ahí: “Ninguno soporta el olor del otro” (1966:221)”


Sonia Hidalgo Moreno

Bibliografía


Corbin A. 1982 Le miasme et la jonquille.L’odorat et l´’imaginaire social. XVIII-XIX siècles. París,Editions Aubier Montaigne.

La cultura de los olores. Una aproximación antropológica de los sentidos. Cristina Larrea Killinger. Ediciones ABYA-YALA 1997




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